Las elecciones de medio término confirmaron la perspectiva de un “gobierno dividido” en el último tramo del mandato de Joe Biden. Con una política interna muy polarizada, demócratas y republicanos aún mantienen una agenda compartida en su política exterior respecto de China y Rusia, y se mantienen alertas por la interferencia de potencias extrarregionales en los asuntos de América Latina. Las relaciones con Europa parecen estrecharse en el plano geopolítico, pero siguen los diferendos comerciales con la UE.
Como ya es habitual en las elecciones de mitad de mandato en EE. UU., la perspectiva de un “gobierno dividido” vuelve a agitar las aguas de la política en la principal potencia del planeta. Aun cuando la esperada “marea roja” –una abrumadora victoria del Partido Republicano– no tuvo el alcance esperado, el avance opositor dificultará la agenda del presidente demócrata Joe Biden en el último bienio de su mandato. Aunque en el Senado el oficialismo mantendrá su exigua mayoría –51 a 49–, con una Cámara de Representantes controlada por los republicanos –222 a 213–, no será fácil para el inquilino de la Casa Blanca sacar adelante sus proyectos de ley y relanzar su gestión, muy golpeada en las encuestas de opinión. Por su parte, los republicanos están lejos de conformar un bloque unificado capaz de imponer su propio orden de prioridades. La figura de Donald Trump, que acaba de lanzar su candidatura de cara a las elecciones presidenciales de 2024, sigue dividiendo aguas en las bases y en la propia dirigencia partidaria.
De acuerdo con un reciente sondeo del Pew Research Center, el 65% de los estadounidenses consultados cree que Biden no conseguirá sacar adelante su agenda en los próximos dos años; pero el 61% tampoco espera que los republicanos logren imponer su propio programa en el bienio 2023-2024. Únicamente el 33% se muestra confiado en el éxito del actual mandatario demócrata; y tan solo el 36% considera que el nuevo liderazgo republicano en la Cámara de Representantes podrá dictar su propia agenda y obstaculizar el tramo final del gobierno de Biden. “La mayor parte de los estadounidenses espera que se mantengan las asperezas partidistas que caracterizaron la política en EE. UU. en los últimos años”, sentencia el estudio de ese prestigioso instituto de investigación social. Lo que está claro, de acuerdo al trabajo, es que la mayor parte de los ciudadanos (75%) se muestra insatisfecho con la situación actual del país.
PARTIDO REPUBLICANO: ¿UNA CAMPAÑA FALLIDA?
El analista conservador Marc Thiessen, columnista de The Washington Post, fue tajante en su evaluación de los recientes comicios, al afirmar que el veredicto de las urnas implicó una “dura acusación contra el Partido Republicano”. Aun en presencia de un presidente impopular como Biden, con el país experimentando la peor tasa de inflación en 40 años y –según las palabras de este comentarista– “las peores tasas de homicidios desde 1996 y la peor crisis fronteriza de la historia de EE. UU.”, los votantes rechazaron en las urnas la alternativa de una oposición demasiado condicionada por la figura de Trump.
“La base de Trump todavía controla firmemente ciertos sectores del Partido Republicano. Pero el extremismo de muchos de sus candidatos –además de la moderación de algunos demócratas en disputas especialmente importantes– ha sido una de las principales razones por las que no se ha producido la ‘ola roja’ prevista”, manifestó, por su parte, el académico alemán Yascha Mounk, profesor invitado del St. Anthony College de la Universidad de Oxford y agudo investigador, especializado en el auge del populismo y la crisis de la democracia liberal. “En definitiva –sostuvo en una columna postelectoral–, cuando más se alinean los candidatos republicanos con el movimiento MAGA (Make America Great Again, slogan de Trump), peor les va”. A su juicio, el expresidente y flamante candidato a la Casa Blanca “se ha convertido en un lastre electoral para los republicanos”.
Un claro ejemplo de ello ha sido la floja performance de esa fuerza política en un estado clave, Pennsylvania, donde Trump se había impuesto en las presidenciales de 2016 y Biden lo había hecho en las de 2020. Esta vez, los demócratas ganaron tanto en la contienda por el Senado como por la gobernación, derrotando a los candidatos respaldados por Trump: el polémico médico y personaje televisivo Mehmet Oz, y el actual senador Doug Mastriano, respectivamente. La carrera por el Senado también deparó un amargo resultado para la oposición republicana en Arizona y Georgia, dos estados que suelen ser determinantes en la disputa presidencial. En el primero de esos dos estados, el candidato sostenido por Trump, el empresario Blake Masters, fue vencido por el demócrata Mark Kelly, quien retuvo su banca en la Cámara alta. Lo mismo sucedió en Georgia, donde hubo que esperar al balotaje del 6 de diciembre, en el que se impuso por muy estrecho margen el actual senador demócrata Raphael Warnock frente a su rival trumpista Herschel Walker.
RON DE SANTIS, LA NUEVA ESTRELLA OPOSITORA
Con las urnas aún calientes, el panorama no se presenta nada claro para la oposición de cara a 2024. La figura de Trump está lejos de despertar el apoyo monolítico de las bases. En el camino, mientras tanto, aparece una figura que despierta cada vez más respaldo en el establishment partidario: el gobernador de Florida, Ron De Santis. Con un ideario no muy distinto del de Trump, durante la pandemia de COVID-19 se erigió en uno de los mayores detractores de las restricciones sanitarias y mantuvo su estado abierto cuando otros, como Nueva York o California, aplicaban drásticas medidas de distanciamiento social y confinamiento para evitar la propagación del virus. Esta decisión le valió que su estado saliera notablemente mejor parado desde el punto de vista económico que los otros.
Este abogado de 44 años, que estudió en la Universidad de Harvard, fue fiscal federal y asesor legal de los Navy Seals, y participó en 2015, como miembro de la Cámara de Representantes, de la creación del Freedom Caucus. Conformado por una treintena de legisladores del ala más conservadora del Partido Republicano, ese colectivo le sirvió de trampolín para jugar en las “grandes ligas” de la política. En 2018, fue elegido como gobernador de Florida, en una disputa muy pareja que terminó ganando por poco más de 30.000 votos, en un universo total de 8,2 millones de electores.
Reelecto en el cargo con un abrumador 59,4% de los votos el 8 de noviembre pasado, De Santis logró ampliar su base de apoyo y se impuso incluso en un tradicional bastión del Partido Demócrata: el condado de Miami-Dade. “Muchos me han preguntado si me voy a presentar [como candidato a presidente]. Ahora lo pensaré en serio, pero he ganado primarias muy duras y elecciones muy cerradas. Siempre he venido de atrás. Me encanta cuando la gente me infravalora. Nunca he perdido una elección y no voy a comenzar a hacerlo ahora”, afirmó durante un discurso que pronunció ante la Coalición Judía Republicana (RJC, por su sigla en inglés), a finales de ese mismo mes.
LOS DEMÓCRATAS Y UNA AGENDA ATASCADA
En su primer bienio, los planes de Joe Biden para avanzar en un megaplán de infraestructura y un paquete de medidas para favorecer la transición energética se vieron obstaculizados en la Cámara alta. Y no fue producto del obstruccionismo de los republicanos, sino del propio senador demócrata Joe Manchin, de Virginia Occidental, quien se oponía a un aumento de los impuestos a la franja más rica de la población y a la agenda del cambio climático, dados los intereses de la industria de los hidrocarburos en su estado. Manchin fue, junto a su colega de Arizona, Kirsten Sinema –que acaba de declararse independiente, aunque se presume seguirá formando parte del caucus demócrata en la Cámara alta–, quienes torpedearon e hicieron naufragar el programa conocido como Build Back Better, que preveía inversiones por 3,5 billones de dólares.
Era una de las iniciativas más ambiciosas de la administración Biden, pero su costo económico, según la Oficina de Presupuestos del Congreso, habría añadido 367.000 millones de dólares al déficit público durante los próximos diez años. Finalmente, recién en agosto de 2022, gracias a un acuerdo con el propio senador Manchin, el gobierno pudo sacar adelante una iniciativa conocida como “Ley de Reducción de la Inflación”. La nueva norma incluye una disminución en el costo de los medicamentos para los beneficiarios del programa público Medicare y una apuesta decidida por la “economía verde”, así como un aumento de los impuestos a las grandes corporaciones. Con una inversión de alrededor de 430.000 millones de dólares, el gobierno espera generar ingresos por 740.000 millones en los próximos diez años.
Calificada por el propio Biden como una de las “leyes más importantes de la historia de EE. UU.”, su aprobación dio cierto aire a un gobierno que venía en picada en las encuestas. De acuerdo a la consultora Gallup, la imagen del mandatario trepó del 38% –el mínimo de su gestión–, alcanzado en julio, al 44%, en agosto. De todas formas, sigue estando muy lejos del 57% que tenía al tomar posesión del cargo, en enero de 2021. Frente a la insistencia en la postulación para un eventual segundo mandato, el semanario británico The Economist sugería recientemente al presidente que meditara bien su decisión. “Los resultados de la primera mitad de su gobierno confirman el papel que Biden imaginó para sí mismo en 2020: ser un puente hacia una generación de líderes en ascenso”, señaló el medio, en su edición del pasado 10 de noviembre.
Al hacer un rápido repaso de la historia reciente del país, The Economist puntualizaba: “Cinco presidentes en funciones durante el período de la posguerra enfrentaron serios desafíos. Dos de ellos se retiraron (Harry Truman, Lyndon Johnson) y otros tres perdieron las elecciones generales (Gerald Ford, Jimmy Carter y George Herbert Walker Bush)”. En ese sentido, la recomendación a Biden era evitar una nueva campaña electoral en 2024, ya que, sin su figura tan denostada por la oposición republicana, “una contienda [primaria] demócrata abierta de par en par crearía espacio para que un nuevo líder partidario lanzara una cruzada contra todas las viejas costumbres, incluido el espectáculo de la estupidez bipartidista, que se avecina en Washington”.
LA AMENAZA CHINA, UNA PREOCUPACIÓN COMPARTIDA
En medio de las luchas intestinas y la polarización que caracteriza la política interna de EE. UU., tal vez uno de los pocos espacios donde sigue habiendo una mirada común entre ambas fuerzas sea la política exterior, y, en particular, el vínculo con China. En 2017, durante la administración Trump, se lanzó el “Marco Estratégico para el Indo-Pacífico”. Allí se hacía referencia, entre otras cuestiones, a las “prácticas comerciales desleales de China, que perjudican el sistema de comercio global”, y se hacía un llamamiento a “trabajar estrechamente” con los aliados en esa región para evitar que Pekín adquiera “capacidades militares y estratégicas” que pusieran en riesgo la estabilidad de la zona.
La visión estadounidense de un “Indo-Pacífico libre y abierto” es compartida por demócratas y republicanos. De hecho, durante la reciente gira previa a la Cumbre del G-20 que tuvo lugar en Bali (Indonesia), Biden reafirmó la alianza de Washington con la Asociación de Naciones de Asia Sudoriental (Asean), principal foro regional que no incluye a China. De todos modos, se trata de un delicado equilibrio que busca evitar una chispa que desate un conflicto no deseado con Pekín. Así lo hizo saber Biden tras su último encuentro con Xi Jinping, que tuvo lugar justamente en Bali. El presidente de EE. UU. se mantuvo abierto a trabajar junto con el gigante asiático en temas de interés común a nivel global: la lucha contra el cambio climático, la sostenibilidad del sistema económico global, la cooperación en materia sanitaria y la seguridad alimentaria del planeta.
Un sector en el que se hace evidente que el conflicto comercial lanzado durante la era Trump no tiene vuelta atrás es en el ámbito tecnológico. La red 5G de telefonía móvil y el acceso a la sofisticada industria de los semiconductores son hoy dos de los mayores campos de disputa entre EE. UU. y China. Así lo demuestra la reciente sanción de la CHIPS Act por parte del Congreso estadounidense, que busca frenar el acceso de Pekín a los chips más avanzados, un mercado que hoy está prácticamente concentrado en Taiwán –considerada por el régimen chino como una “isla rebelde” y parte inalienable de su territorio–, con un papel secundario de otro de sus vecinos regionales: Corea del Sur. El objetivo de Washington es desarrollar una cadena de suministro “mucho más resiliente” y próxima a sus fronteras, en lo que se conoce como nearshoring (“deslocalización cercana”). Entre los países en los que se está relanzando la provisión de servicios claves para la industria de los semiconductores, se encuentran México y Costa Rica, que cuentan con acuerdos de libre comercio con EE. UU., el primero de ellos en el marco del ex NAFTA –actual T-MEC– y el segundo, como parte del CAFTA.
AMÉRICA LATINA: UN PATIO TRASERO ALBOROTADO
Justamente en América Latina es donde se encuentran otros dos grandes escollos que enfrenta hoy la principal potencia del planeta: el avance comercial de China y la interferencia política de dos actores extrarregionales, la Federación Rusa y la República Islámica de Irán, que inquietan por igual a demócratas y republicanos. Sin embargo, mientras durante la presidencia de Donald Trump el ascenso de gobiernos de tinte conservador permitió un alineamiento automático con los objetivos de Washington, la llegada al poder de administraciones de izquierda en distintos países al sur del río Bravo puso nuevamente en discusión la influencia de EE. UU. en su patio trasero.
Los cortocircuitos con EE. UU. quedaron en evidencia en la última Cumbre de las Américas, que tuvo lugar en Los Ángeles en junio pasado. Esta vez, el problema no fue solo la exclusión de los gobiernos que Washington considera “dictatoriales”: Cuba, Nicaragua y Venezuela. El mexicano Andrés Manuel López Obrador –en su caso, en solidaridad con los tres países no invitados– y los tres presidentes del Triángulo Norte centroamericano –Guatemala, Honduras y El Salvador– tampoco acudieron a la cita. El documento final, que incluyó una Declaración sobre Migración, perdió fuerza precisamente por la ausencia de estos últimos países, punto de partida de estos movimientos de población que presionan sobre la frontera sur estadounidense.
Desde la llegada al poder de Trump, la política migratoria de Washington se ha endurecido. Si bien con Biden quedó archivado el proyecto estrella de su antecesor, el “muro” divisorio en la frontera con México, la tónica de los controles y las expulsiones en los puntos de ingreso a EE. UU. no ha variado. En 2022, según cifras de la Oficina de Aduanas y Protección de Fronteras (CBP, por su sigla en inglés), se batió el récord de detenciones de migrantes indocumentados: más de 2,7 millones, el 85% de ellos en la frontera sudoccidental. En ese aspecto, el ala izquierda del Partido Demócrata ha cuestionado duramente el continuismo de Biden con la política de su antecesor. Así se han expresado tanto la congresista Alexandria Ocasio-Cortez –quien acaba de lograr su reelección como representante del estado de Nueva York en la Cámara baja– como su excolega Beto O’Rourke, quien ocupó un escaño por Texas entre 2013 y 2019.
EUROPA Y LA OTAN, UNA ALIANZA REFORZADA
En clave geopolítica, una clara orientación de la administración Biden, que se vio reforzada tras el comienzo de la invasión de Rusia a Ucrania, ha sido la recuperación de los históricos lazos con sus socios europeos. La OTAN, una organización que el mandatario francés Emmanuel Macron había caracterizado como en estado de “muerte cerebral” en 2019, recobró su centralidad este año. La estrategia conjunta de sanciones a la Rusia de Vladimir Putin y de suministro de armas a Ucrania permitió recuperar la vitalidad de las relaciones con el Viejo Continente, que habían quedado debilitadas durante los años de Donald Trump, reacio a seguir invirtiendo dinero de los contribuyentes de EE. UU. en la seguridad de sus socios europeos. “El mundo ha cambiado, y Rusia ha hecho que cambie”, admitió Biden durante la histórica Cumbre de Madrid, de junio pasado, en la que la Alianza Atlántica definió a la Federación Rusa como “la amenaza más importante y directa para la seguridad de los aliados y para la paz y la estabilidad en la zona euroatlántica”.
Ahora bien, mientras en el plano militar no se vislumbran fisuras entre los socios transatlánticos, las medidas proteccionistas aprobadas por el Congreso de EE. UU. en su último paquete de estímulos fiscales no satisfacen a sus aliados del otro lado del océano. Las mayores objeciones apuntan a las ayudas a los consumidores para la compra de automóviles eléctricos fabricados en suelo estadounidense y a los incentivos para la instalación de empresas en su territorio, en el contexto de la política de transición energética lanzada por Washington. Por el momento, no parece que exista voluntad de tensar la cuerda, justamente cuando la contienda bélica en Ucrania se prolonga y se hace más necesaria que nunca la unidad entre EE. UU. y sus aliados.
En cuanto al esfuerzo bélico en Ucrania, si bien el secretario general de la OTAN, Jens Soltenberg, remarcó que los resultados de las elecciones en EE. UU. no alterarán el apoyo bipartidista al país invadido, surgen dudas sobre la real voluntad de los republicanos de mantener el nivel de ayudas que han beneficiado a Kiev desde el inicio de la guerra. Por lo pronto, el futuro titular de la Cámara de Representantes, el republicano Kevin McCarthy, afirmó que su partido no dará un “cheque en blanco” a las autoridades de Ucrania y exigirá que cada dólar de los ciudadanos estadounidenses llegue a los lugares correctos y sea utilizado de manera transparente.